Un día te despiertas y no sabes dónde estás. Miras a tu alrededor y te das cuenta de que efectivamente, no reconoces ese lugar, no te indetificas con él y sólo tienes ganas de escapar, de ponerte las zapatillas y salir corriendo de ese sitio en el que ni siquiera puedes respirar. Te esfuerzas por encontrar el maldito interruptor pero estás desorientado, ¿dónde hostias está el puto interruptor? A tu izquierda, como siempre, como ha estado los últimos años. Pero aún no te has acostumbrado, todavía te sientes perdido en ese lugar. Cuando consigues encender la luz cierras los ojos con todas tus fuerzas: eso, o te quedas ciego, no hay más remedio.
El momento en que logras abrirlos es crucial. Te das cuenta de que estás en tu habitación, en el dormitorio que se supone que te pertenece desde que llegaste allí, hace ya varios años. Pero sigues sin encontrarle sentido a esa lámpara mugrienta, a esos peluches olvidados en uno de los rincones, a esa silla tan temendamente incómoda. Sigues pensando que ese no es tu sitio en la vida, que tienes que irte de allí cuanto antes. Optas por calzarte y salir lo más rápido posible, no vaya a ser que empiecen a invadirte los recuerdos que hace años tratas de olvidar.
Y una vez en el pasillo, tropiezas, caes al suelo y maldices a la losa que lleva millones de años un poco levantada, como queriendo irse ella también. Y te reincorporas y te das cuenta de que aún no conoces tu propia casa, de que eres un extraño en ella. Pero como todas las mañanas, te arrastras hasta la cocina y te haces un café solo, como todas las mañanas. Y te vas a trabajar, olvidando, o tratando de olvidar, que odias tu trabajo, que odias tu vida y que tan sólo deseas escapar.
Pero como cada mañana llegas a tu odiado despacho, enciendes el ordenador, y esperas que el tiempo pase rápido, lo más rápido posible, como si eso fuera a pasar realmente. Pero nunca ocurre. Y cuando por fin es hora de marcharte a casa piensas que allí nadie te espera, que quizás sea mejor ir a tomarte algo por ahí para al menos llegar cansado y dormir, dormir y dormir que al fin y al cabo, así, no piensas. Y así transcurren tus días, llenos de montonía, de ganas de volver a empezar pero siempre te invade el miedo a lo desconocido, y no encuentras el valor para dejarlo todo atrás.